La carta
“El tiempo puede
ser eterno,
Pero no fue eterno tu amor,
buscando nuevos caminos, te fuiste
a pesar del desamor”
Mercedes Andrea
Bifardi había nacido en una familia acomodada de Buenos Aires, allá por agosto
del año 1923. Segunda hija de Don Eugenio Bifardi y Doña Mercedes Aguirre, fue
durante muchos años, la niña consentida de sus padres y de su hermano Ernesto.
Desde muy pequeña
fue devota de la iglesia de Santa Felicitas, la historia de Felicitas Guerrero,
la joven y pudiente mujer asesinada por el dandi Enrique Ocampo, tio de las
famosas escritoras, y en memoria de quien sus padres levantaron el templo
apenas cuarenta y siete años antes que ella naciera, realmente la subyugaba y
muy en el fondo se le mezclaba la instrucción católica que el Padre Enrique le
profesaba con las historietas picarescas que sus primas mas grandes
chismoseaban los domingos en la gran habitación de su madre, luego de la
tradicional cena familiar.
Andrea, como la
conocían todos; Mercedes había quedado para referirse a su madre y ella odiaba
el “Merceditas” porque le sonaba antiguo, solía pasar sus días de juventud
entre las clases de francés, el bordado y la lectura de cuanto material
consiguiera que le proveyeran sus parientes que viajaban a Europa.
Si bien la
naturaleza no había sido especialmente bondadosa con ella, su posición en la
familia la hacía particularmente atractiva a los padres de buena familia que
querían “ubicar” a sus hijos y Andrea cumplia con esos requisitos.
El primer
candidato, hijo mayor de los Martinez Azuaga, era un prometedor joven abogado
que había comenzado a trabajar en el estudio de sus tios y en edad de sentar
cabeza y casarse. El sentar cabeza tampoco lo acusaba de grandes delitos
premaritales, mas que algunas idas al hipódromo, alguna borrachera con final en
el burdel del centro y no muchos mas. Bastante normal para un joven de su edad
y de esa época.
También estaba
interesado un joven un poco mayor de apellido Arrostegui, que hacia poco había
vuelto de Córdoba donde había estado trabajando en una importante empresa que
ahora trasladaba su casa central a Buenos Aires, con él como gerente.
–Un buen partido,
sugería Doña Mercedes, ya es independiente y tiene una casa muy bien puesta
cerca de la plaza.
-Además le gusta el
polo, agregó desde detrás de su pipa Don Eugenio…
Andrea solo los
miraba, los escuchaba y continuaba con su bordado con la mente absolutamente en
otra parte del mundo. Mas cerca de la Iglesia que de los candidatos.
A medida que iba
pasando el tiempo, y Andrea no mostraba interés, sus padres se fueron
preocupando. Una cosa es una joven de 21 años y otra…. Es a mayor edad…
Andrea no escuchaba
nada ni nadie, iba hasta cuatro veces a la semana a la Iglesia, de donde venia
extasiada, renovada.
Es que allí veía al
verdadero amor de su vida, y sentía que debía dedicar todo su tiempo, su amor y
su alma a él.
Los años fueron
pasando, escurriéndose como arena entre los dedos. Su hermano, ya casado,
empezaba a preocuparse por el futuro de Mercedes Andrea que seguía viviendo con
sus padres, cada vez mas viejos.
Ella, seguía
rechazando cuanto candidato se le insinuaba hasta que un dia dejaron de
insistir y no hubo pretendientes en su puerta.
A Andrea poco le
importaba, seguía con su rutina de las cuatro visitas a la iglesia y su vida
entre dictado de clases de frances y sus ya famosos bordados.
Hasta que un día,
sus padres la vieron volver llorando de la iglesia y encerrarse en su cuarto.
Por horas solo se escuchaba su sollozo y no salió ni a tomar el té, ni a dictar
sus clases.
Pasó la noche y al
otro día, fue como si un pase de magia hubiera actuado sobre ella. Su cara se volvió mas seria que nunca, y
siguió con sus actividades normalmente.
Incluso tomó mas
alumnas de francés y comenzó a organizar una pequeña tienda con sus bordados.
El único cambio fue, que empezó a ir a misa los domingos por la tarde a
escuchar los sermones del nuevo Padre, primero junto a su madre, hasta que
falleció y luego sola.
Su nuevo ritual,
solo consistía en escribir una carta por semana y enviarla a Mendoza,
casualmente el destino del Padre Enrique.
Los años pasaron y
el único cambio en su vida fue el destino de sus cartas semanales. Primero a
San Juan y luego a Tucuman. Siempre puntual, perfumadas y con su perfecta
letra.
Hasta que de
pronto, en una de sus visitas, su hermano la encontró de un humor increíble,
feliz, cantando por la casa, mientras sus alumnas la miraban extrañadas.
-Que pasa con mi
hermanita que se la ve tan feliz? Le preguntó Ernesto
- Es que esta
semana, dejaré de escribir cartas
- Bueno, sabia que
escribías pero nunca pregunte el motivo ni el destinatario… le inquirió Ernesto
- Casi treinta años
y nunca se te ocurrió preguntar? Allá vos, entonces
- Bueno, ahora que
no están los viejos me podes contar…
- No es necesario,
le dijo ella con un ademán de desinterés…Pero ya te vas a enterar…
- Bueno, cuanto
misterio… ya me dirás… me voy a casa antes que oscurezca
Andrea lo miró
partir por la ventana del living, mientras atravesaba el pórtico de entrada y
su sonrisa no se borraba de su cara.
De pronto vió que
se cruzaba con el cartero y volvía sobre sus pasos.
-
Hermanita, carta para
vos….de…..¿el Padre Enrique?,
Andrea extrañada y
ruborizada a la vez por el pronto descubrimiento de su secreto, abrió la carta.
Comenzó a leerla e
inmediatamente sus lagrimas brotaron de sus ojos, la hizo un bollo se dejó caer
en el sillón.
-Estás bien
Merceditas? Le preguntó Ernesto, usando ese nombre que ella jamás usaba y solo
él lo hacía en la intimidad familiar
Andrea comenzó a
sentir como el dolor bajaba desde su cabeza y subia por su brazo haciendo
epicentro en su pecho. Un dolor cada vez mas agudo que se tradujo en un “Ayy”
susurrado apenas por la voz quebrada.
Ernesto corrió al
teléfono que estaba en el comedor y llamo urgente al medico de la familia que
llegó en apenas diez minutos.
Poco había para
hacer, Andrea yacía recostada en el mismo sillón donde había recibido su última
carta.
La última carta del
Padre Enrique, en la que le comunicaba que finalmente había decidido volver a
Buenos Aires, tal como le había manifestado, pero que su destino sería, como
siempre se lo había dicho, el camino del Señor hasta que la muerte lo encuentre
consagrado en su amor.
La desilusion la
encontró desprevenida y se llevó su vida como quien aplasta una rosa que se fue
deshojando sin darse cuenta que el invierno había llegado.
