*Niño perdido*
A uno siempre se le adelanta. Siempre. Y es que por más que te sumerjas en ensayos teóricos, acumules consejos de todos los que te rodean y ensayes a puertas cerradas cómo será el momento, jamás estás preparado.
Los que ya han cruzado este puente -los sobrevivientes- te miran con esa
sonrisa cómplice, a medio camino entre la lástima y la complicidad, y te
aconsejan. Te entregan una suerte de pésame anticipado, como si se te viniese encima el fin del mundo, o algo peor.
Sentirlo es como estar en el ring, mirando fijo a esos ojos intimidantes de Mike Tyson.
Y, sí, ya sé que Tyson es un boxeador del pasado, pero, diablos, nadie daba un puñetazo como él. Te plantas allí, en posición de defensa, esperando el golpe, el maldito uppercut que te manda a soñar con los ángeles.
Te juras preparado. Pero cuando finalmente llega el golpe, ya has pasado una eternidad en la lona, viendo estrellas, lamentándote por la falsa confianza que te diste.
Así es, más o menos, como veo la llegada imprevista de la adolescencia
de un hijo. Uno se engaña pensando que está armado con todo el arsenal
necesario: libros, charlas, estrategias mentales. Pero nada te prepara para
cuando tu "nene", ese dulce y simpático niño que imitaba el hit del verano en una guitarra de juguete, se convierte en un ermitaño gruñón, en un ser que parece haber olvidado cómo reír, que te mira como si fueras el mueble más viejo y aburrido de la casa.
Un día te despiertas y eres simplemente el taxista oficial. Eso, claro está, si tienes la suerte de que te confiese a dónde planea ir.
Te preguntas cuándo se esfumó ese niño risueño. ¿En qué preciso segundo la adolescencia tomó el control? Jurarías que estabas atento, pero te lo perdiste.
Como ese pobre diablo que Tyson mandó al otro barrio, sólo te queda recobrar el aliento, poner en orden tus ideas y enfrentarte de nuevo, con la esperanza puesta en la próxima pelea.
Porque la vida, queridos, tiene esos golpes dignos de un campeón.
