El club fantasma
En el corazón del barrio, donde las calles se cruzaban formando una cuadrícula de sueños y recuerdos, se erigía una vez el Club Deportivo "El Ferrocarril". Un gigante de cemento y sueños que albergaba las hazañas de cientos de pibes que soñaban con ser estrellas del fútbol. Pero, como tantas otras historias de gloria marchita, el club se convirtió en un fantasma, un vestigio de un pasado que se resistía a morir.
Las puertas, alguna vez repletas de la
algarabía de la hinchada, ahora estaban selladas por el óxido del tiempo. La
pintura, otrora roja y vibrante, se había descascarado, dejando al descubierto
el esqueleto de ladrillo y cemento. La maleza crecía sin control, invadiendo el
campo de juego como aquellas hinchadas después de ganar un partido chivo y
transformándolo, ahora, en un laberinto verde.
El viejo cisne de yeso, donado por el
ferretero del barrio, yacía partido en dos, su cabeza sumergida en una ciénaga
que había sido el pozo de la pileta social, un proyecto nunca concretado. Era
como un homenaje al club desaparecido, una escultura a la desilusión y al
olvido.
Sobre el travesaño del único arco que quedaba
en pie, despintado y con astillas, colgaban prendas olvidadas: una chalina
roja, símbolo de la pasión que alguna vez vibró en las tribunas, unas
zapatillas enredadas por sus cordones, como un último intento por escapar de la
soledad.
Debajo del arco, sobre la línea de gol, un
montículo de tierra se erguía como un altar a la memoria. Plásticos rotos,
bolsas de basura y restos de cemento formaban una ofrenda a los sueños rotos.
En medio de ese paisaje desolador, una media pelota de cuero yacía como un
corazón marchito, un último vestigio de la pasión que alguna vez llenó ese
espacio.
La tribuna "popular", otrora
escenario de cánticos y ovaciones, ahora era un eco vacío. Los tablones,
desgastados por el tiempo y la indiferencia, parecían susurrar historias de
gloria y derrotas.
En ese escenario desolado, se podía escuchar
el fantasma del ciego Edigio Golcalvez, el volante central que era la voz del
equipo. El ciego se hacia gárgaras con Ginebra Llave antes del partido para
calentar su voz de mando. Otras épocas, dirán algunos.
El recuerdo del "daga" Franchini,
temido por su diagonal de derecha a izquierda y su zurda certera, aún flotaba
en el aire. Los pibes lo apodaban "el rey del gol", y cuando él
tomaba la pelota, la tribuna explotaba en un grito de gol anticipado.
En ese club fantasma, también se podían
escuchar las risas de los pibes del semillero, corriendo detrás de una pelota
de trapo, soñando con emular las hazañas de sus ídolos. Padres convertidos en
improvisados técnicos gritaban desde la línea de cal, alentando a sus hijos a
dar lo mejor de sí mismos.
Pero el tiempo, inexorable, se había encargado
de apagar la llama del "Ferrocarril".
El club
se fue apagando como cada potrero del barrio, víctima del avance inexorable de
las casas y semipisos.
El
cartel de "loteo", apoyado grotescamente en el arco donde el
"zurdo" Fernández erró el quinto penal que impidió al club llegar a
la final, era un recordatorio cruel de la muerte del sueño.
El Club Deportivo "El Ferrocarril"
se había convertido en un fantasma, un vestigio de un pasado que se resistía a
morir.
Sus muros descascarados y su campo de juego
invadido por la maleza eran un reflejo de la nostalgia de un barrio que había
perdido su corazón deportivo.
Pero, en la memoria de los que alguna vez lo
vivieron, el "Ferrocarril" sigue vivo, y los domingos por la mañana,
si hacen un poquito de silencio, se percibe como un eco de gritos de gloria
vitoreando a sus estrellas en el corazón del barrio
