La Pileta
Manuel estacionó su coche a unos metros de la entrada del club, bajó el bolso del baúl y activó la alarma.
Cruzó la calle que a esa hora estaba con
muy poco tráfico.
“A las ocho de la mañana esto debe ser un
infierno de pibes”, pensó, recordando las mañanas con colonias del verano.
Se acercó a la garita de entrada y la
seguridad le pidió el carnet. Metió la mano en el bolsillo externo del bolso,
lo sacó y le sonrió tontamente. El tipo solo lo miró solo para corroborar que
la foto correspondía a la cara del portador.
-Bueno…que lindo que arrancamos…murmuró sin
poder resistir al malestar que le produjo el silencio.
Entró por el pasillo y camino unos metros
hasta la segunda recepción. Por suerte estaba vacía y la automatización lo
liberaba de cualquier ser humano mal levantado.
Tipeó su documento y al dar enter la valla
se destrabó para que pudiera pasar.
Hacía rato que no tenía ganas de hablar con
nadie, por eso había elegido natación.
Entró al vestuario y buscó un locker libre,
abrió el bolso y desplegó ordenadamente el mallín, las antiparras, las ojotas y
las toallas. Se cambió muy lentamente mientras recordaba las palabras de su
hija.
Hacía días que le resonaban y cada instante se
convertía en una montaña rusa de sensaciones. Mecánicamente guardó la ropa
doblada junto con el bolso y cerró la casilla.
Se sentía cansado, pero de la cabeza.
Sentía un vacío entre tantos remolinos.
Caminó hasta la salida del vestuario y giró
a la derecha rumbo a la pileta. El sonido del braceo y pataleo en el agua era
leve, eso lo tranquilizaba. Había poca gente, de hecho, pudo ver solo dos
andariveles ocupados.
Acomodó las toallas en uno de los bancos
del costado, pasó por la ducha que lo congeló por un instante y se metió de un
salto en la pileta. Respiró profundo, se concentró en la técnica y comenzó a
nadar dejándose abrazar por el agua cálida que lo envolvía. Llegó al otro
extremó y giró torpemente, ese movimiento siempre le había costado.
También en la vida.
Las palabras de su hija seguían retumbando
como el redoble de un tambor –Vos para mi vales mas muerto que vivo. Le había
dicho. Así de simple, asi de crudo, asi de directo.
Manuel hizo cuentas, única heredera,
algunas propiedades, algunos depósitos, parte societaria de la empresa.
Y sí, la hija tenía razón.
Manuel sentía una opresión en el pecho que
lo obligó a acomodar el braceo. Sintió dolor, en el brazo, en el alma.
Tristeza.
La técnica de braceo dejó de importar.
Mantener la respiración y flotar tampoco.
Faltaban quince minutos para que empiece el
turno de los profesores que oficiaban de guardavidas.
Hacía cinco que todos los andariveles estaban
sin movimientos.
Incluso el de Manuel.
